Alvia: imputar un imposible

Cuando vi la noticia sobre el accidente del Alvia de 2013 tuve un sentimiento de asco y de impotencia. Ver al maquinista Francisco Garzón como único imputado por la fiscalía agredía mi lógica, pero me llevaba a pensar que no podemos hacer nada más que esperar a que el volumen de despropósitos resulte suficiente para una reacción colectiva. ‘Cuanto peor mejor’, decía Chernishevsky en el siglo XIX, en quien se inspiraría Lenin más adelante. Quizá a ambos les fuese bien con su filosofía, pero me parece más conveniente mejorar las cosas al tiempo que minimizamos los daños derivados. A Garzón le cayó la desgracia aquella víspera de la fiesta de Compostela, para después irse ampliando con diez años de angustia judicial a cuestas.

Me iba a callar sobre el tema, pero me parece injusto. Según el fiscal, atender el móvil constituye una negligencia grave; tener una línea de ferrocarril de alta velocidad sin balizas de seguridad ni sistemas automáticos de frenado, algo que se acomoda perfectamente a la normativa, por lo que debe quedar exonerado de responsabilidades. La atención puede exigirse, ya que procede de una orden, mientras que un sistema de seguridad adecuado no, porque no está claro que las normas lo exijan, aunque el período transitorio de adaptación concluyese un año antes del accidente.

Considero esto un pensamiento de un burocratismo rancio, ruin, muerto: se le puede exigir a alguien que realice mil veces un trayecto en el que, en un instante, debe reducir la velocidad de 200 a 80 km/h sin equivocaciones, pero non se puede pretender que haya sistemas de seguridad eficaces para evitar catástrofes. Todo cae sobre la persona situada en el punto más bajo, como suele suceder cuando andan las autoridades por el medio, a las que parece de mal tono importunar con nimiedades. La orden recibida lo dice claramente, aunque la llamada al móvil venga de un estamento profesional, mientras que la normativa sobre frenos y balizas no acaba de aclararse –según el fiscal–, aunque el sentido común diga que hubo un fallo clamoroso, no imputable a la voluntad o consciencia de quien se limitaba a llevar el tren a su destino.

Tanto el maquinista como las personas encargadas de la supervisión técnica entran en la categoría de seres humanos falibles. Tal vez en el estamento técnico puedan equivocarse, valorar mal un supuesto, soslayar análisis de riesgo, etc. La humanidad avanza así, pero la decisión del fiscal, desde mi modesta opinión, parece dar por sentado que en las estructuras burocráticas solamente funciona la comunicación vertical descendente: quien realiza los informes sobre seguridad se limita a firmar por bueno lo que le hayan presentado, y si la realidad lo contradice, la norma lo refrenda, mientras que si la instrucción al maquinista dice que debe actuar como un autómata, no obedecer se transforma en una falta grave, aunque biológicamente no esté dotado para semejante exactitud reiterada.

No creo que una condena de cárcel o algo parecido vaya a arreglar nada en ninguno de los dos casos. Tampoco creo que la pena a Francisco Garzón resulte ajustada, cuando ya el sufrimiento padecido el día del accidente y en los diez años siguientes parece desorbitado. Creo que se trata mucho más de entrar en lo sensible de la sociedad y de las víctimas; en reconocer –no sé si le pido peras al olmo– que la gestión de la línea férrea hasta el accidente roza lo esperpético, y con ello lanzar por lo menos el aviso de que los politiqueos van a dejar algún hueco para el control técnico profesional.

Creo que hubo un fallo clamoroso del sistema, que ya no vamos a remediar, pero tampoco parece recomendable extenderlo a costa de un hombre al que, en mi opinión, se le pedía un imposible.