El cielo existe tras las nubes

Lectura de Capitalismo libidinal, de Amador Fernández-Savater

No sé si la zozobra colectiva que vivimos ahora resulta más angustiosa que la de un fin del mundo elegido por la divinidad a su capricho. En cualquier caso, la veo más que suficiente para que salten las alarmas, con el curioso resultado de que estas disparan la lógica, no para otra cosa que para nutrir incansablemente de argumentos la percepción del cataclismo inminente. Por eso me parece valiosísima la capacidad de Amador Fernández-Savater de salirse del patrón común y atreverse a crear un nuevo marco de pensamiento, o a catalizar los anteriores y los contemporáneos que se reúnen en Capitalismo libidinal (NED Ediciones, 2024), como en una especie de comuna de pensamiento muy bien organizada, en la que el autor toma la palabra y la cede para elaborar una guía de salida que, por lo menos a mí, me reconcilia con la humanidad y con el tiempo, aunque también debo decir que la experiencia de vida, por sí misma, me parece algo absolutamente marabilloso.

Cuando supe de la existencia del libro, me apresuré a conseguir mi ejemplar, fascinado ya por la energía de esa cubierta potentísima, en la que se funden de forma imposible el movimiento y la quietud; la belleza que se exalta a punto de romperse, lo orgánico y lo mitológico. Creo que contemplar esta imagen ya nos mete de lleno en una lectura que, aparte de la amenidad de Amador, nos va a llevar a un viaje mágico a través de una realidad que parecía angustiosa, estéril; condenada a convertirse en una cárcel de certezas recriminatorias en todas las direcciones centrífugas posibles. El individuo con significado solo dentro de un grupo que se impone; que vence, que acapara. Pero esto no pasa de la cáscara, y la fuerza real de transformación permanece intacta, dispuesta para actuar y para sorprendernos para cambiar retórica por humanidad.

Amador dibuja el capitalismo libidinal como un centauro dividido “entre una pulsión de conservación, de estabilización, de normalización, y una pulsión desquiciada de conquista, de pillaje y de saqueo”. Creo que el diagnóstico queda bien claro, pero afortunadamente la amplitud de pensamiento lo toma como punto de partida, cuando habitualmente tendemos a considerarlo como el punto de llegada, tal como hace no solo la derecha populista, sino cualquier movimiento de los que se han organizado alrededor de la vieja lógica política, que veo liberadoramente superada en el libro. Dejamos de desesperarnos en pos de soluciones venidas del cielo/poder para convertirnos, ahora sí, en soluciones nosotras o nosotros mismos. Por fin nuestras emociones ocupan un lugar en la organización colectiva y nos convertimos en algo más que receptáculos insatisfechos de bienes cuantificables.

El mensaje consiste en saber que, por debajo de las apariencias −llegar, conseguir, tener sin nada que colme; la lucha del penúltimo contra el último−, existe “la naturaleza interna”, “nuestra disposición sensible, nuestra estructura pulsional, nuestra receptividad”. El deseo, del que nada sabemos. “Nada saben las izquierdas”. Existen y parecen mandar las soluciones culpabilizadoras –“los trans, los menas, los ecologistas”, en la larga lista de culpables de nuestra insatisfacción−, pero Eros y Tánatos actúan de forma imparable, mucho más allá del panorama que la angustia en la que nos hemos ido instalando nos permite ver. Podemos transformar una “convivencia con el malestar no victimizada y negadora” a otra “afirmativa y creadora”. La lucha por la existencia se convierte en “pacificación de la existencia”, a través de la atención, la escucha. La empatía. 

Aparece Lyotard (Economía libidinal, 1974), que pone en cuestión los racionalismos que niegan la potencia de los afectos, para reintroducir en los análisis “la cuestión del cuerpo, las pulsiones, la subjetividad”. El fracaso de las revoluciones que no los tienen en cuenta, porque cambian el contenido, de modo que las formas persisten “y reproducen así el mal de la dominación, que no está solo afuera, sino muy adentro de nosotros mismos”. Viene Marcuse y sentimos la capacidad humana de crear y de disfrutar; de jugar, en la “emancipación de los sentidos”. Habla del Gran Rechazo de la década de 1960, y Amador, apoyado en Franco Bifo Berardi, lo pone al lado de la Gran Renuncia actual. Una desconexión de los patrones en la que crece la utopía, frente a otra en la que ha desaparecido. Sin embargo, esta tiene su valor transcendente en el misterio del fenómeno surgido de la pandemia del covid, que inquieta a todas las fuerzas rectoras del frustrante monolito que trata de encajarnos como piezas pasivas. Un abandono inexplicado y masivo de esa obligación suprema de conseguir más, de trabajar más, de mantenernos hasta el infinito en la captura del placer, aunque la carrera nos lleve a una insatisfacción cada vez más profunda. Una salida potentísima, en la que Amador ve a Bartleby, el extraño e hipnóticamente insondable personaje de Melville, que repite ante cualquier solicitud “preferiría no hacerlo”. Quien busque su motivación en argumentos de capital/bienestar, se va a agotar sobre el ciclostátic.

Debajo de una humanidad exhausta aparecen esas evidencias descontroladas de que los cambios no solo pueden suceder, sino que suceden inexorablemente. Ni la mente tiene la capacidad de someterse hasta el infinito, ni el cuerpo está dispuesto a tolerarlo. Y continúan las perspectivas, los análisis que convierten lo inane en una fuente impresionante de transformación. Yayo Herrero nos dice que “cuando se habla del cambio climático como una oportunidad hay que echarse a temblar”, porque significa que se quiere mercantilizar el desastre. Sin entrar en el resultado inmediato, creo que el dios/logro cuantificable se mantiene.

En la comuna que veo en Capitalismo libidinal, los diálogos se suceden: con Jon Beasley-Murray, Achille Mbembe, el ya citado Franco Bifo Berardi o Jorge Alemán. Las voces se suman y hablan de algo posible, real, nuevo en cuanto a su desarrollo. No razones para vivir, sino argumentos para ver que la vida sigue mucho más allá de las visiones en las que se conforma la frustración. Hay libertad. Existe la grandeza de Ícaro; la de todas las almas que han desplazado los pequeños horizontes hasta el infinito.

No hace falta bajar a la miseria de las corrupciones, de los abusos o del despotismo concreto. Trump, Ayuso, Vox y todas las pequeñas tinieblas que viven de la insatisfacción y de un rechazo mal canalizado no tienen vigencia más que el tiempo en que la fuerza libidinal fragua su expresión. Hay un día después, donde los elementos se recomponen de una forma diferente.