Catedral en obras

 

 

 

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Despedida en Cuelgamuros

Llora el caudillo en la despedida. Se aleja definitivamente de los cadáveres sobre los que se alzó su poder; de los huesos desnudos que le dieron larga gloria en los años que ocupó el más noble asiento que sus dominios poseían; en una nobleza adulterada y despreciada, pero disfrazada con un verbo irrefutable, por la fuerza del plomo y del hierro sometidos. Allá quedan millares y millares de muertos que lo condujeron a palios y palacios; seres que vivieron para entregarle una autoridad de fuego y de metralla, que consumió y se incrustó en la carne hasta el día último de su encarnación mortal, aquella con la que escribió con una tinta desgraciada una larga página de la historia.

Los bárbaros se despellejaban sin ley y las leyes clamaban en el desierto, promulgadas a beneficio de inventario. El más bruto ganó la impunidad, pero se la habían entregado en bandeja las hordas infames de la inconsciencia; las que hacían la revolución por sus santas narices, o enarbolaban la libertad como pretexto para descargar el látigo sobre la espalda de quien cree que posee algo deseado, o de quien viste un papel proscrito, condenado desde el capricho de una mente sin escrúpulos. Sobre tal miseria trepó hasta las más codiciadas llaves de la sangre; hasta las espitas que colmaron su sed de venganza contra tanto miserable como quiso esconder su existencia de la ira desatada del vencedor incontestable.

Lloró sin cuerpo y sin alma. Lloró más que cuando la excomunión se abarloaba a sus aposentos; cuando los designios del Señor amenazaban con situar al adalid de la cristiandad fuera de su iglesia. La misma autoridad divina, con la que había firmado concordatos y que había mirado hacia otro lado cuando la cruzada se teñía de un rojo sucio en las cloacas del espíritu, le negaba entonces la luz, cuando un irredento prócer entorpecía el brillo de su causa. Y aquella porquería empapada de difuntos tampoco se lavaba con la memoria de los conventos asaltados, los templos profanados y la curia ejecutada. No; esa agua traía su propia basura, inmensa y despreciable hasta la gota última, pero el generalísimo solamente se ocupó de sumarla a su peana, para elevarse él sobre tanta imparable estupidez como cobijó la piel de toro en sus horrendos años de demencia.

Allá quedan infinidad de muertos anónimos; de vísceras incorporadas a la inmensa masa putrefacta. Muchas con su propia demencia asesina, de uno y de otro lado; otras, con el único pecado de defender un día la puerta de su ser, o aspirar aún a un aire libre, con gobiernos capaces de poner una gota sensible en la casa común de aquellas mujeres y de aquellos hombres, que habían visto llegar en palabras lo que los hechos contradecían y acuchillaban sin piedad.

Allá va el caudillo con su féretro y sus lágrimas; allá la fosa abre sus fauces para vomitar de pronto un recuerdo hediondo. Una peste que llama a otro paisaje, donde el punto final de una lógica emponzoñada permita contemplar con ojos limpios el futuro.

Hoy, en mi torpeza, la reconozco, para transmutar hacia la razón aquel mal sueño.

Carlos Arias